domingo, 16 de septiembre de 2012

Metrópolis









































Hay imágenes que, una vez se han hecho presentes, vuelven con recurrencia a nosotros bajo diferentes formas. Como si expresasen una obsesión adquirida en algún momento. Cuanto más lejos estamos del brote inicial, más dificultades encontramos para unir sus diferentes manifestaciones. La Metrópolis de Lang queda cada vez más lejos, y por eso hay que estar pendientes de que sus imágenes no caigan en el olvido. Temas como la aglomeración de las multitudes, la relación con las máquinas y la dialéctica entre opresores y oprimidos han estado entre nosotros antes y después de ella, pero esta película consigue expresarlos con potencia y, sobre todo, claridad, independientemente de las conclusiones a las que termine llegando. 

Las imágenes no son unívocas, pero relacionadas entre sí, por ejemplo a través del movimiento tal y como hace el cine, pueden constituir experiencias nítidas acerca de algo. Uno de los temas sobre los que nos habla Metrópolis es el de los individuos especiales: el elegido, el mesías o, en este caso, el mediador. Término que no ha sido escogido caprichosamente y que ha de aparecer de algún modo en aquellas filosofías atrapadas en dicotomías: los sentidos y el intelecto, el pensamiento y el mundo, o el cerebro (el artífice de la ciudad) y la mano (quien mantiene con su sudor a la metrópolis) en el caso de la película de Lang.

En Metrópolis, el elegido surge del individuo de manera traumática y no deseada. La fatídica visión de algo, más bajo la forma de una inesperada revelación que de una intuición, es el desencadenante de la transformación. La escenografía del proceso es, en este caso, asombrosamente similar a la elaborada en El príncipe de Egipto (Simon Wells, 1998). Salvando las distancias, cabe también compararla con el viscoso despertar de Neo después del jueguecito de la pastilla (Matrix, 1999, Andy y Lana Wachoswski). Pero lo mismo le pasa a Ark en Terranigma (Enix, 1995). Entre elegidos queda la cosa. Aparentemente es posible elegir (esto es socarronamente evidente en Matrix), pero la cosa no va más allá de un amago, un farol. Los elegidos son eso, elegidos. Ellos no eligen [1].









Con estas similitudes de fondo, no es casual que la misma escenografía de la revelación haya sido escogida para elegidos tan dispares (Moisés y Freder). Lo religioso no ha abandonado Metrópolis, sino que está cómodamente instalado en la intersección entre el ser humano y la máquina. El autómata se hace mujer (María, ni más ni menos) por medio de una sofisticadísima ciencia capaz de transmutar los cuerpos. En este caso deberíamos hablar de ciencia-mística-ficción.

Es probable que volvamos a Metrópolis en alguna entrada futura, quizá para hablar de la ciudad.

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[1] De aquí podríamos desviarnos a la temática del sacrificio, pero no es ese nuestro camino.



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